El próximo día 10 de octubre es el Día de la Salud Mental. Por ello, quiero dejar aquí plasmada mi experiencia sobre tener ansiedad y depresión, que me diagnosticaron en 2017 y que, desde entonces, arrastro. Antes de empezar quiero aclarar dos cosas. La primera es que, en teoría, he superado ambas, pero la ansiedad es una lucha constante por mantenerse a flote. La segunda es que esta entrada va a ser muy personal y muy difícil para mí. Por ello, si vas a leerla, te pido comprensión.
Para empezar, creo que es bueno tener claro que tanto la ansiedad como la depresión no aparecen de la noche a la mañana. Yo misma tuve signos que no supe ver y que fueron a peor. Además, no todas las personas que padecen ansiedad o depresión lo hacen de la misma manera. A algunas les da por hacerse daño, a otras por comer a todas hora o por no comer apenas, por poner algunos ejemplos. Por otro lado, ansiedad y depresión no son enfermedades que se ven. No es como una escayola o una venda. Puedes tener en frente a la persona más risueña que puedas echarte a la cara y, sin embargo, estar luchando contra estas enfermedades sin que tú puedas notarlo. Yo voy a centrarme en la ansiedad porque sigue siendo, a día de hoy, mi talón de Aquiles. La depresión que padecí fue leve y pude superarla.
Como decía, la ansiedad no llegó a mi vida un día de buena mañana. Sin embargo, hubo un detonante. No entraré en detalles, pero aquel momento fue el que lo hizo explotar todo. Y así, me vi sin ganas de nada. Ni de estar con mis hijos porque me sentía mala madre, ni de escribir en el blog porque me sentía un fraude ni de hacer tantas otras cosas que antes me gustaban mucho. Me levantaba de la cama porque había que llevar a los niños al cole, pero en cuanto podía, me tumbaba en el sofá y ya no me levantaba. Me costaba mucho conciliar el sueño y, cuando lo lograba, me despertaba muchas veces durante la noche. Por lo que al día siguiente estaba echa una mierda. Y así un día tras otro.
De apenas hacer nada (o hacer lo mínimo imprescindible), me empezó a doler el cuerpo. Y lloraba, lloraba mucho, a todas horas. Pero cuando salía de casa, nadie lo notaba. Y eso cuando conseguía salir porque también tenía miedo de salir a la calle. Pero además, sentía ansiedad en mi propia casa. Así que, básicamente, no encontraba paz en ningún sitio. No había un momento en todo el día o en algún lugar en el que pudiera calmarme.
Acabé yendo al psiquiatra y este me derivó al psicólogo. Creo que lo único que hacía en aquellas sesiones era llorar y sentirme mal por estar llorando porque, en realidad, «no me pasaba nada», no tenía razón para estar así porque en el mundo había gente con «enfermedades de verdad», gente luchando por su propia vida. Y, como nada de esto era mi caso, yo sentía que no tenía derecho a sentirme como me sentía. Fueron días, semanas, meses y años muy duros. Pero al final, con esfuerzo, con mucho esfuerzo, empecé a ver las cosas de otra manera. Empecé a recuperarme. Y mi médico me dio el alta.
Pero, como decía antes, esto no es una escayola, que te la quitan y ya está. No, qué va. Desde que el médico me dijo que estaba recuperada hasta hoy, siento que voy andando al filo del precipicio. Un paso en falso y podría volver a caer. A día de hoy, sigue siendo una lucha constante. ¿Una lucha contra quién? Contra mí misma. Contra mis pensamientos básicamente. He mejorado bastante desde el día que solté la primera lágrima, es cierto, pero siento que aún no soy yo misma. Todavía me queda camino por recorrer para volver a ser quien yo era antes de todo esto.
CONTRAS:
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Mientras intento volver a ser y misma, también pienso que quizá ya no vuelva a ser esa persona nunca más. No tiene por qué ser algo malo, quizá acabe siendo una versión mejorada de mí. Pero ahora mismo no lo sé.
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Tener ansiedad es un horror porque muchas veces no se la ve venir. Aún hoy, hay ocasiones en las que el corazón se me dispara y la respiración me va a mil por hora. O me entran unas ganas enormes de llorar. Sin razón aparente, o sin razón de la que yo sea consciente.
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Quizá tenga que hacerme a la idea de que la ansiedad siempre va a estar ahí a la sombra, esperando a que yo baje la guardia para volver a hacer de las suyas.
PROS:
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No hay nada bueno en tener ansiedad: mucha gente no te comprende y te sientes doblemente mal; o intentan animarte y, a pesar de sus buenas intenciones, te hunden aún más en la miseria. Quizá lo único positivo es que, a base de chocar, a veces pueden identificar la espiral de malos pensamientos en la que estás cayendo y entonces puedes ponerte en guardia o, incluso, evitarlos.